Felipe y yo de Ismael Guil Arreciado.
Pare E.G.T amante de la poesía de Juan R.
Jimenez.
Felipe es pequeño y peludo, y sus ojos
también son duros como piedras y de color negro azabache. Pero no es suave, ni
blando como si no tuviera huesos. Además Felipe no es un burro ni yo un premio
Nobel de literatura. Felipe es un cerdo o un chancho o un puerco, o un marrano,
como le quieran llamar, pero cerdo al fin y lo más importante, mi cerdo.
Debía tener yo en esos tiempos entre 6 o 7
años y se acercaba mi cumpleaños. Por alguna razón que desconozco mis padres
decidieron que pasara ese importante día en casa de mis tíos en Alosno, el
pueblo natal de mi madre. No era yo un niño complicado o al menos no lo
recuerdo así, además adoraba a mis tíos y a mis primas así que pasar mi cumple
en el pueblo me parecía maravilloso. Tengo un recuerdo muy emotivo de mi padre
manejando su Simca1000 blanco por las estrechas calles adoquinadas y mi madre,
como siempre, indicándole “la mejor” forma de llegar a casa de mis tíos, como
sí de la entrada a una gran urbe se tratara. Mi padre sin inmutarse y haciendo
caso omiso de las indicaciones de mi madre, finalmente llegaba y estacionaba
junto a la fuente justo enfrente de la casa de mis tíos. Entrar a casa de mis
tíos siempre era un momento único. Salía del carro corriendo ya sabiendo que la
puerta de la casa siempre estaba abierta. Metía la mano por el ventanuco,
jalaba del postigo y ahí estaba en lo que a mi me parecía un pasillo enorme,
con su vitral coloreando el piso y la luz del patio inundando la sala. Entraba
yo con el paso calmado, disfrutando lentamente de esa mi ceremonia y de los
ecos que dejaban mis sandalias en los techos altos y en el arco de medio de
punto. A cada paso identificaba uno por uno los aromas de la casa de Alosno. Primero
olía a campo, a zarzas, a manzanilla, a piedra húmeda de aljibe, a nísperos, a
castañas asadas y aguardiente anisado y a medida que avanzaba por el pasillo
identificaba mi aroma favorito, el aroma a humo y madera tostada que desprendía
el brasero que calentaba las enaguas de
la mesa camilla.
Mis padres se fueron y yo quedé arropado
por mis tíos y mis primas. Durante todo el día la conversación rondó entorno a
mi regalo. En el cuatro latas (así llamaban al Renault 4 en aquella época) de
mis tíos fuimos a una finca donde me esperaba la gran sorpresa. Con los ojos
cerrados entré al corral y al abrirlo entre paja y tierra vi por primera vez a
Felipe. No sin dificultad consiguieron mis primas entre carreras y chillidos
agarrar al escurridizo Felipe que por fin término en mis brazos emocionados. No
recuerdo ningún otro regalo de mi infancia pero recuerdo con precisa nitidez
como cada tarde salía de casa mi tía armado con mi rebanada de pan de campo
untada con ajo, aceite de oliva y azúcar y caminaba solitario y feliz por las
calles empedradas para ir a ver a Felipe. Pasaba horas con Felipe en el corral
hablándole no se de cuantas aventuras reales o imaginarias y Felipe asentía
comprensivo y atento con sus ojos negros. En las mañanas iba con mis primas a
la dehesa y recolectaba bellotas entre encinas y alcornoques que luego le daba
a Felipe entré relatos, anécdotas y las reflexiones propias de un niño de seis
años. Pasaron pocos días y el Simca1000 de mi padre volvía a estar estacionado
junto a la fuente frente a la casa de mis tíos. Tocaba regreso a casa y ya no
pude despedirme de Felipe.
Pasaron varios meses o años no lo tengo
claro pero sí recuerdo que una mañana de Diciembre mi madre, mientras yo mordía
mi tostada con manteca con tropezones, me dijo que iríamos al pueblo. De la
emoción dejé caer mi tostada que desafiando la ley de Murphy o mejor dicho
impulsada por mi dicha cayo en el suelo bocarriba. Volvería a ver a Felipe. Por
el camino me veía caminando con él por la dehesa con mi palo de pastor para
indicarle donde estaban las mejores bellotas mientras le contaba mis nuevas
inquietudes.
Salí del coche corriendo, quería llegar el
primero para abrir la puerta de la casa. Atravesé el pasillo corriendo con mis
brazos extendidos tocando paredes y tratando de tocar el vitral con un brinco
(no había crecido lo suficiente pero ya estaba muy cerca de alcanzarlo). Llegué
a la sala agitado y con una sonrisa tan grande que llegue a pensar que había
mojado mis orejas con mi propia saliva. Saludé a mi tía abuela, a mi tía y a mi
prima que estaban poniendo la mesa alrededor de un plato de jamón. Siempre se
alegraban de verme pero en sus expresiones se notaba que habían detectado en mi
una alegría especial, un exceso de emoción algo exagerada. Pregunté por mi tío
y fui a saludarlo a la cocina. Se estaba preparando para cortar el jamón.
Frente a él la pierna completa apoyada en la jamonera y en sus manos dos
cuchillos se afilaban ágilmente entre si. Nunca lo hubiera interrumpido en
medio de tan importante ceremonia, así que esperé que con el cuchillo más
delgado, como sí de un violinista consumado se tratara, cortara de un solo
movimiento una lámina delgadísima de aquel Stradivarius rojo brillante. Pasó el
dedo por encima y la levanto poniéndola al trasluz. Casi se podía ver a través
de la lámina un reflejo tornasolado. La pasó con pausa por mi nariz y yo aspiré,
la metió en mi boca y yo como sí de una comunión se tratara cerré los
ojos y me abandone a las sensaciones. En el primer contacto la grasa se
derritió, fundiéndose con la lengua en un abrazo que parecía predestinado desde
el origen de los tiempos. Una suerte de sabores y aromas intensos se apoderaron
produciéndome una experiencia que rozaba lo místico.
Abrí los ojos enjugados y vi la cara
satisfecha de mi tío.
¿Y Felipe? Grité regresando de mi
ensoñación. La cara de mi tío se transformó en décimas de segundo aunque yo ya
estaba a los gritos increpando a mi tía. ¿Y Felipe?, ¿Y mi Felipe? Las caras de mi familia torcían
su sonrisa pero no respondían a mi pregunta así que salí corriendo hacia el
corral desatendiendo los gritos de mi tía y haciendo que mis padres tuvieran
que apartarse ante mi salida desbocada por el pasillo. Abrí la puerta de corral
anticipando un grito de Felipe desde la esquina imaginando que el animal ya
adulto prepararía una especie de ceremonia de bienvenida. El corral estaba
vacío. No había rastros de Felipe y los únicos chillidos que se escuchaban eran
los de mi tía que había tratado de alcanzarme y que sólo había podido llegar
para ver mi rostro contrariado y la gran interrogante en mis ojos cristalinos
¿Donde esta mi Felipe?
Lo que sucedió después lo borré de mi
memoria. No recuerdo ni la explicación ni mi reacción. Sólo mucho más tarde
entendí que lo que quedaba de Felipe estaba postrado sobre una jamonera y
estaba siendo sesgado con los precisos movimientos de un violinista tañendo un
estradivarios.